Ricardo Castillo: vivo, arriesgando

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La escritura de Ricardo Castillo posee una personalidad que la distingue entre los poetas mexicanos que comenzaron su trayectoria, de cara al ambiente literario poético nacional, a finales de la década de los setenta. La juventud dedicada al oficio de la poesía que desgastó sus llamados «años mozos» durante la década de los ochenta. El papel de voz «marginal» de Castillo se agudizará con los años. En su poema-ensayo Parque de venados acariciables, Inti García Santamaría da buena cuenta de las diferencias estéticas de la escritura de Castillo frente a la de sus coetáneos temporales.

Su primer libro, El pobrecito señor X, aparece en la editorial CEFOL en 1976. Varios de sus poemas más conocidos y antologados están impresos allí. La familia y la adolescencia son los ejes temáticos de este libro debut en el que se traza una narración únicamente sugerida en sus contornos. Primera experiencia impresa con la que pintó raya para diferenciarse de la cargada estética en poesía que daba (y da) preferencia a la contemplación del instante poético que a la cinemática de la calle. Gambeteando a la escuela que tenía enrarecido con sus luces cegadoras y sublimes el ambiente literario de la ciudad de México. El mismo al que declaraban «la guerra como su peor enemigo» los Infrarrealistas (grupo de poetas conformado por, entre otros, Vicente Anaya, Mario Santiago y Roberto Bolaño); tan así que Ana Chouciño incluye a Ricardo Castillo, en su libro Radicalizar e interrogar los límites: Poesía mexicana de 1970-1990, dentro del grupo Infrarrealista, en una clara confusión. Compartían motivos de beligerancia, pero no trincheras. Unos actuando en la ciudad de México. Castillo, sin grupo, en la ciudad de Guadalajara.

Ricardo se opone al ambiente que lo circunda no solo por su uso de referentes prosaicos o mundanos, sino por las cualidades melodramáticas, escénicas y narrativas de sus poesías, sin olvidar su comicidad. No se detiene solo en la reflexión ontológica-emocional del texto poético, sino que explota sus recursos teatrales. Conforme Ricardo avanza en su trayectoria, ensanchará en sus creaciones cada vez más esta posibilidad narrativa, cualidad primigenia de la poesía; distanciándose de la poesía que se escribe para ser leída planamente y con sonsonete, y que al presentarse públicamente deja en el olvido al espectador, al que le provoca en muchas ocasiones su bostezo.

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En La oruga, editado en 1980 por el Fondo de Cultura Económica, el hilo conductor serán las metamorfosis, como la de niño-joven a trabajador, pero también las transformaciones de las ciudades, de los paisajes, de nuestras entrañas, de las ideas sobre la poesía que tienen los «peces gordos», de la insatisfacción kilométrica. Orugas en camino a la ruina. En el libro persiste la voz interior que narra las travesías sensitivas de los días. En su final, el paisaje, el viaje conducen a una revelación.

En Como agua al regresar, de 1982, Castillo ya sin tapujos recurre a la creación de personajes. Con versos que tejen la narración como gotas que conforman una ola que revienta y regresa, estas gotas son las personas que nacen y pertenecen a un barrio, en el que han generado relaciones amistosas, personas que salieron de él, personas que, simplemente, viven vidas que vuelven al mar, como hace siglos cantaba Jorge Manrique.

El hilo conductor es la muerte, por piquete de alacrán, de Ismael. De este argumento se desprende un poema polifónico que compone escenas pequeñas que, a pesar de no narrar propiamente una historia lineal, esbozan un todo narrativo que finalmente se completa en el lector y su pertenencia a un lugar, una historia familiar y amorosa. Dentro del libro se yuxtaponen las voces, los tonos, las acciones y las emociones de personajes, con ello Ricardo consigue conformar la atmósfera emotiva de lugar donde crecimos la infancia, donde nos despojamos de ella; las existencias de quienes habitan o habitaron sus calles.

Para finales de la década de los ochenta aparece Nicolás, el camaleón, texto que en su prólogo se asume como «poemario de género dramático» que recurre a recursos del guión audiovisual; en él Castillo describe escenografías, escenas teatrales, planos cinematográficos como acercamientos a una hipotética cámara, que en este caso sería el plano imaginativo lector de la persona frente al texto, que tienen, entre sus propósitos, el de enmarcar poemas. Con ellas se cuenta la historia un viaje chamánico ocurrido en las azoteas.

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Los viajes visionarios, las revelaciones trascendentales, las imágenes con referencia al caos como elemento de génesis son recurrentes en Castillo En su texto Borrar los nombres, el poeta experimenta una forma antigua de la teatralidad, la del rito que sirve para representar, poner en marcha, recrear un mito; en este caso la ceremonia de los borrados de la nación seminómada de los coras. Con este ejercicio ritual Castillo lleva hasta el mito vivo, hasta la ceremonia ritual, su apuesta poética.

Otro vínculo que existe en su obra es el que tiene con la música. Ha producido colaboraciones con el artista, también jalisciense, Gerardo Enciso. En ellas, música y poesía se acompañan, se entrelazan, trabajan en conjunto. Tal vez, su trabajo más representativo sea el disco: Es la calle honda. Estos trabajos emparentan a Castillo con el movimiento rupestre de lo años ochenta que tuvo presencia tanto en la ciudad de Guadalajara como en el D.F. Este movimiento musical puede leerse como una respuesta al rock instrumentalizado y muy ocupado en las ejecuciones virtuosas y en los despliegues sinfónicos, también se diferenciaban de los grupos bluseros-rolingueros de los «hoyos funky», su abordaje a la cotidianidad pasaba más por recursos que parecen continuaban y ensanchaba la vía folklorista que describe Arana en su libro, Rockeros y folkloristas, y cuyo miembro más visible es Rodrigo González.

La poesía de Ricardo Castillo no es instante, sino recurrencias y vinculaciones emocionales engarzadas en el tiempo, en el transcurrir, en el observar ese transcurrir: «la vastedad horadando en el grito», calles hondas, lentos anocheceres milenarios, el acto de orinar, el fútbol, la comida. Observar la cotidianidad implica sumergirse en los procesos minúsculos que forman el tejido del mito cósmico del origen de todo lo creado, mito que se narra continuamente cuando avanza el tiempo, y que está incrustado en lo vivo, en lo que morirá. Por fortuna, Ricardo Castillo en su creación no «intelectualiza» su experiencia, la vive, y eso nos ofrece, arriesgados retazos vivos. Ricardo Castillo acumula en sus poemas la variedad e intensidad de lo sentido, abre sus horizontes, no está exento de religiosidad, entendida como religarse a un ritmo, un ritmo que en su poesía se pone en escena.

https://www.youtube.com/watch?v=hsJm_AxXEfk

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Municiones 

Texto por Oscar Muciño

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