Miguel Gila, la llamada cómica.

[vc_row][vc_column][vc_column_text]

Uno de los momentos más disfrutables al ver trabajar a un buen actor o actriz es cuando tienen que hablar por teléfono. En realidad es un acto en el vacío, el diálogo que atestiguamos en la pantalla no es más que un monólogo entrecortado, son los parlamentos, las pausas y, sobre todo, las reacciones, los elementos con que el actor o la actriz nos hace sentir que está estableciendo una comunicación con alguien más.

Momentos que distinguen a una buena labor en la escena. 

Miguel Gila hizo de estas llamadas telefónicas simuladas un medio para la comedia y la seña de identidad de su trabajo. Este comediante español nació en el barrio madrileño de Tetuán hace poco más de 100 años. Una infancia huérfana de padre y bastante apurada económicamente lo hicieron abandonar los estudios para mantener a la familia.

Al estallar la Guerra Civil, con dieciséis años, se alista en el bando republicano. Su pertenencia a las Juventudes Socialistas Unificadas lo llevó al paredón de fusilamiento en donde milagrosamente logra salvar la vida. Al parecer los miembros del pelotón estaban borrachos, llovía y no se veía bien, Gila no recibió disparo alguno, pero fingió estar muerto, logrando pasar desapercibido y sobrevivir. «Me mataron mal», diría él.

Quizá desde ese momento Miguel Gila se dio cuenta del inmenso poder que tenía como bromista, o quizá ya lo sabía y el suyo fue un plan premeditado. Con el correr de los años se levantaron testimonios que señalaban la anécdota del fusilamiento como falsa, un mero embellecimiento por parte de Gila para adornar su biografía. Eso no importa. Todos los que hemos reído con Gila pensamos que es verdad.

Faltarían nuevas capturas y encarcelamientos, en uno de ellos coincide con el poeta Miguel Hernández. Al terminar la guerra comienza a trabajar como humorista gráfico —también dibujaba— y posteriormente incursiona en los escenarios.

Un teléfono era lo único que Gila necesitaba para transportarnos a hilarantes situaciones de ficción. Practicó el «standup» a la española en los grises años del franquismo, con un humor que no se salía de la raya, pero que dejaba ver un sentido crítico e irónico que no estaba de acuerdo con el estado de las cosas. «Un empacho de dictadura», según admitiría años después, le hizo autoexiliarse más de 20 años en Latinoamérica.

Sus diálogos simulados al teléfono, hemos dicho, constituyeron su sello característico, lo mismo llama con un amigo para contarle de un piso (departamento) que acaba de alquilar, como hace las veces de cirujano plástico atendiendo potenciales pacientes. La situación de la llamada en sí podía ser ya un chiste, como su famosa rutina en la que, vestido de militar, llama al Enemigo para preguntarle a qué hora avanzarán y con cuántos miembros llegará

(«Yo no sé si habrá balas para tantos. Bueno, nosotros las disparamos y ustedes se las reparten», dice Gila ante la respuesta del Enemigo), y así poder coordinar los movimientos de la batalla. Un telefonazo, acto de alta mundanidad, sirve para romper el contexto de la guerra. Lo cotidiano insertándose en ambientes de violencia y brutalidad. Y ese contraste nos lleva sin duda a la risa, pero también nos conduce a vislumbrar el absurdo de los combates bélicos.

El suyo fue un humorismo contado con un lenguaje llano, sencillo de entender. Un humor lleno de un costumbrismo ingenuo que tocaba los límites del surrealismo, pero en el que también por momentos se perciben gotas de racismo y misoginia. 

Finalmente, en Miguel Gila —en sus propias palabras— prevalece en su persona y en su humor la experiencia de un hogar humilde y la ideología de las fábricas y los talleres donde trabajó en su juventud, el testimonio de un hombre que fue joven en una generación en la que el hambre, las humillaciones y los miedos eran los alimentos que los nutrían.

¿Es el enemigo?

 

 

Un piso tranquilo

 

 

La operación del riñón

 

 

Historia de mi vida

[/vc_column_text][/vc_column][/vc_row]