Maltrato infantil y la pandemia del COVID-19

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Los altos índices de violencia ejercida hacia los niños en las última cuatro décadas, han mostrado graves efectos nocivos por su reproducción y consecuencias.

El programa de alerta sobre la contingencia en salubridad no ha logrado la permeabilidad suficiente como se hubiese esperado para que los menores se encuentren mejor o mayormente protegidos.

Actualmente, podemos observar en las calles chiquillos jugando sin protección que promueva el cuidado o limpieza anti virulenta.

Claro está que una de las recalcitrantes agresiones hacia los niños por muchos años, no han sido precisamente las enfermedades, sino la maltrecha economía que ha padecido al país por más tres décadas.

 Artículo primero de la convención por los Derechos del Niño y la Niña, adoptada por la Organización de Naciones Unidas de 1959, menciona que todo ser humano menor de dieciocho años, será considerado un niño.

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La negligencia, maltrato emocional o físico, así como la no atención a las necesidades básicas del menor, como el cuidado diario en casa, son apenas una de las categorías realizadas por el Síndrome del Maltrato al Niño.

“La negligencia física comprende no sólo el abandono alimenticio y la falta de cuidados higiénicos y médicos, sino también la ausencia de una protección suficiente contra riesgos físicos” (E. Lachica, 2010).

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La Organización Mundial de la Salud (OMS), por ejemplo, define un contagio por COVID 19, cuando el acercamiento no ha sido limitado, por lo que, si a un menor no se le proporcionan las medidas adecuadas de protección suficiente contra esta pandemia, su riesgo físico puede verse comprometido.

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Una persona puede contraer la COVID-19 por contacto con otra que esté infectada por el virus. La enfermedad se propaga principalmente de persona a persona a través de las gotículas que salen despedidas de la nariz o la boca de una persona infectada al toser, estornudar o hablar. Estas gotículas son relativamente pesadas, no llegan muy lejos y caen rápidamente al suelo. Una persona puede contraer la COVID-19 si inhala las gotículas procedentes de una persona infectada por el virus. Por eso es importante mantenerse al menos a un metro de distancia de los demás. Estas gotículas pueden caer sobre los objetos y superficies que rodean a la persona, como mesas, pomos y barandillas, de modo que otras personas pueden infectarse si tocan esos objetos o superficies y luego se tocan los ojos, la nariz o la boca. Por ello es importante lavarse las manos frecuentemente con agua y jabón o con un desinfectante a base de alcohol.

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Si bien es cierto que cada cultura y cada país se protege de manera diferente, no obstante, el impacto en la pobreza que ha generado, esta aletargada y terrible situación, ha reconfigurado nuevas y agresivas normalidades reflejando a su vez, estilos de vida ofensivos no sólo para los pequeños, sino para todos los mexicanos.

Aunque ese contexto no resulta una condicionante para el crecimiento de la corrupción, pues bien, hemos observado que la mayoría de la delincuencia se genera precisamente desde ámbitos más empoderados o “desde arriba”, como diría el presidente Andrés Manuel López Obrador, no se puede dejar de observar que esa descomposición se propaga como un virus.

Prácticas ocultas que las pandemias traen consigo, son el acercamiento del crimen organizado, lo que hace más fácil para los niños con “normalidades” lacerantes (vulnerables), caer en las garras de sus victimarios. Las inclemencias de injusticia, siempre excluyentes para ellos, los obligan a tomar decisiones cada vez más complejas a la hora de decidir si continuar en la escuela o trabajar.

La escuela para muchos de ellos se ha vuelto un simple sueño lejano que solo sus abuelos tenían.

La realidad desigual que viven les permite cobijarse de falsas, pero atractivas recompensas ofrecidas por aquellos vigilantes al acecho de infantes, aquellos que los enganchan en las redes de la delincuencia; de ahí el gran porcentaje de desaparición de niños que vive México.

Continuando desde luego con la ruta de las violencias acaecidas por la economía y ahora por una enfermedad y no sin antes preguntarnos qué hemos hecho mal, qué dejamos de hacer o qué hacer para evitar los efectos trágicos de esta inclemencia, es preciso preguntarse, cuándo llegaremos a ver resultados en contra de la desigualdad.

Los nuevos efectos, que no menores, acrecentados por la pandemia, también generaron nuevas interrelaciones virtuales.  La cotidianidad desregulada, ha permitido la exacerbación de la trata y explotación de personas a través de las redes sociales como el Facebook, Instagram, WhatsApp, correos electrónicos, Tik tok, entre otras.

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Un informe realizado por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) y la Protección de los Derechos Humanos en México tipifica las diversas formas de violencia infantil que conceptualmente y con anterioridad desarrollaron varios investigadores.

Para la estrategia de prevención y erradicación de la problemática, la CNDH generó una campaña llamada “Libertad sin engaños, ni promesas falsas”. Dichos argumentos, también se encuentran plasmados en la Ley General para Prevenir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas (LGPSEDMTP).

Muy importante es destacar, que la ley marca que, aunque haya un consentimiento de parte de la víctima, esto no es causa excluyente para la responsabilidad penal del tratante o del explotador. 

Así, de entre las formas ahora más riesgosas de violencia una vez iniciada la pandemia, se encuentran la “trata y explotación de personas”, captadas mediante las redes sociales; delitos tipificados así, porque atentan contra los derechos y dignidad de las personas (Humanos, 2020, pág. 496).

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Hechos delictivos que posteriormente la misma CNDH se encarga de renombrar mediante un video emitido en su página de Facebook, define el delito de trata personas cometido por el llamado “tratante”, cuando capta, engancha, transporta, transfiere, retiene, entrega, recibe o se aloja a una o varias personas, ya sea niños o mujeres, con la finalidad de explotarlas.

La explotación de personas, cometida por un “explotador”, consiste en obtener un beneficio económico contrario a la ley, producto de la utilización de las personas obligadas y sometidas a realizar actividades en contra de sus voluntades, ya sea de manera sexual, mediante la esclavitud, laboral, trabajos o servicios forzados, condición de siervo, la más común la prostitución u otras formas de explotación sexual, mendicidad forzosa, utilización de personas menores de 18 años en actividades delictivas, adopción ilegal, matrimonio forzoso servil, tráfico de órganos y experimentación biomédica.

El modus operandi de estas redes es mediante la captación de una persona en situación de vulnerabilidad, para lograr el consentimiento de las víctimas y una vez atrapada emocionalmente la convencen mediante el enamoramiento, el engaño, la violencia física o moral, el abuso de poder, el chantaje, o las amenazas o enviándole dinero para que la víctima por su propio consentimiento se traslade al lugar en la que será captada por el explotador o tratante.

Un famoso pack o paquete de fotografías de índole sexual son solicitadas por estos delincuentes para ser intercambiadas o vendidas en el mercado de la pornografía.

De esta manera vulneran el libre desarrollo de su personalidad, la libertad o desarrollo biopsicosocial, atentando contra la intimidad y en general contra el desarrollo armónico de la víctima.

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Según la definición de la Comisión, un tratante puede ser cualquier persona, hombres o mujeres, que no son tan identificables, pero buscan actuar muy normales, buscan ser contactados en horarios nocturnos y fuera de supervisión; son insistentes en obtener datos de la familia o amigos y difícilmente tienen comentarios comunes, entre amigos, familiares, o  comparten fotografías que no son de ellos para no ser detectados o que arrojen datos identificables y en sus perfiles se cuenta con información de posición económica exagerada. 

Claro está que este tipo de delincuencia existe, porque precisamente hay quienes la consumen.

Es necesario destacar que las víctimas no siempre permanecen pasivas, no obstante, ese tipo de violencias, ahora más ocultas y sutiles, logran someter el acontecer cotidiano de sus presas, a partir de su constante reproducción.  En ellas jamás existe fungibilidad, jamás erosionan para luego desaparecer; es decir, se adhieren, marginan y se reconvierten abusando de los puntos de quiebre del sujeto vulnerado, para despojarlo de cualquier intento de maniobra evolutiva, hasta eliminarlo o desaparecerlo

Ante este escenario, la aquiescencia no sólo estatal, sino de la sociedad en general, nos hace cómplices de nuestros niños.

Seguramente que muchos quisiéramos que esto fuese solo un mal sueño, y no lo es, pero no debemos asumir que la violencia es parte natural del proceso de estructura del aprendizaje y la enseñanza, a pesar de que no existe duelo u obligación civil o moral con el otro, jamás debemos olvidar colectivamente, estas amargas experiencias.

Los pocos años de vida y la poca experiencia de los infantes, les hace creer que son inmunes a cualquier problemática delictiva, por eso ¿Acaso no es urgente reconstruir un nuevo imaginario para los chaparros?

Evitar contenidos violentos de índole sexual o la negación de acceso a diversos sitios o aplicaciones de internet, no se interpone con el derecho a la información que los pequeños tienen, más bien será una condicionante para la garantía protectora de los infantes.

 

Por: María Esther González Ayala Carpe Diem

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