«Caritas sonrientes»

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Un gesto como la sonrisa contiene gran variedad de significados sociales: amabilidad, complicidad, asentimiento, ternura, fruición, éxtasis, coqueteo. La sonrisa naturalmente no es estática, salvo cuando se esculpe. Entre los hallazgos escultóricos de los pueblos mesoamericanos de hace más de 2100 años, destacan las conocidas como «caritas sonrientes», vestigios de «risa» o «alegría» en las culturas mesoamericanas, a las que comúnmente se les identifica con la profundidad y la seriedad. Al verlas, nos sentimos familiarizados con expresiones y gestos que todos experimentamos: guiños, esbozos, sonrisas y francas carcajadas. Y es divertido, como si alguien le hubiera hecho cosquillas a las vitrinas del museo.

Las caritas sonrientes son una expresión, producida masivamente, de los pueblos que se asentaron en el actual estado de Veracruz. Se les asocia con la cultura totonaca, que ocupaba un territorio de 30,000 km2, que era conocido como Totonacapan, desde Papantla y Poza Rica hasta Barra de Alvarado. Y al norte colindaba con los habitantes de la huasteca y al sur con los pueblos olmecas. En toda el área existe una constante influencia zoque, mixe e inclusive nahua.

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Elaboradas en arcilla, entre los años 100 a. C. y 900 d. C., estas caras de gesto de alegría adornan instrumentos de viento como silbatos; otras portan huipiles, y se les asocia con las sacerdotisas danzantes que rendían culto a Xochipilli, diosa mexica de la danza, las flores y la música. Otras tienen extremidades movibles o pueden apreciarse rasgos de deformaciones craneanas y el limado de dientes. Sus tamaños oscilan entre los 15 y 50 centímetros y están adornadas con tocados con diseños de aves, monos, reptiles y líneas de todo tipo.

Su gesto contrasta con la tradición hierática regularmente asociada a las civilizaciones del periodo prehispánico. Dorys Heyden las ha identificado como representaciones del individuo sacrificado y la ingesta de alucinógenos para provocar la alegría extática que capturan las figuras. Su sonrisa es mística, religiosa. Relacionadas también, por sus extremidades movibles con los «juguetes» hallados en zonas cercanas, como los carros con ruedas, se les ha considerado que también ejercían un papel de entretenimiento, lúdico.

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Víctor González Esparza ve en esta figura la recreación de los duendes o «chamacos» que suelen presentarse en las experiencias con hongos alucinógenos documentadas. Entidades que sanan y a las que se les pregunta sobre cuestiones domésticas y de fortuna inmediata, como: «¿Seré rico?».

Tan lejanos temporal, cultural, históricamente estamos ante estas creaciones que podríamos proponer hipótesis disparatadas, como que estas caritas servían de mercancía, que se vendían a mansalva ante la víspera de festividades figuras de los sacrificados. Que los niños jugaban con ellas el juego de los sacrificios. Dejar salir al monstruo del «efecto Beaubourg» de Baudrillard. Inclusive, reconocemos que las reflexiones de estas líneas están dictaminadas por el peso de la tradición de conocimiento occidental. No importa, porque las «caritas sonrientes» están ahí, extáticas, un enigma que apunta al espacio ya irrepetible, inaccesible; cargado de la sugerencia de la materia estilizada y, por ello, no estatizada.

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